EL NEGRO DE LAS DEMOCRACIAS
Gustavo Meoño Brenner
El Negro decía que la culpa la tuvo Arévalo, el Presidente, sí, el finado Chilacayote. Contaba que allá por 1948 Juan José Arévalo llegó a Puerto Barrios en una visita de trabajo. Los organizadores de los actos para recibir al señor presidente y su comitiva pensaron en todo: discursos, fotos y reinas. Pero había un asunto por resolver. Arévalo, autoexiliado por largos años en la Argentina, era un apasionado del tango y sería un detallazo acompañar la comilona de Tapado y Rice and Beans, con algunas sentidas canciones de Gardel. Y ahí fue cuando alguien propuso a ese joven negro, nacido en la hermana república de Livingston, que tocaba la guitarra con sentimiento gaucho y cantaba con aire rioplatense, a pesar de que su pelo murusho no aceptaba el relamido de la gomina, propio de cualquier cantor de Buenos Aires. Me hablaron y nos pusimos de acuerdo, me contó el Negro, y entré al comedor del Hotel del Norte, el mejor del Puerto, cantando ese tango tan querido…
Uno busca lleno de esperanza
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias
… y Arévalo ya no me dejó descansar, aplaudió y comenzó a pedir los tangos y las milongas de sus recuerdos: Volver, Yira Yira, A media luz, Garufa, Mano a mano y todas las que quiso. Se las canté con mi más profunda queja de negro arrabalero.
Al presidente también le gustaban los boleros y le canté los últimos de Luis Alcaráz, que me había aprendido oyendo la XEW de México. Al final, me estrechó la mano, me felicitó y dijo: vos tenés futuro, patojo, te deberías ir a la capital para abrirte camino. Ni siquiera me invitaron a almorzar.
Las palabras de Arévalo se quedaron revoloteando en la cabeza del Negro, que no tuvo sosiego hasta que unos meses después tomó el tren para la capital. Con su guitarra y sus escasos 20 años a cuestas, Alberto Zúñiga –así se llamaba El Negro- llegó a la estación central, un día de febrero de 1949. Salió a la Plazuela Barrios sin saber qué rumbo tomar. Al ver que la mayoría de sus paisanos, negros y mulatos que habían llegado con él en el tren, se dirigían hacia el oriente buscando la décima avenida, decidió caminar en sentido contrario. Tomó la 18 calle hacia el occidente para abrirse el camino del que habló el presidente.
No caminó mucho. Pasando la 9ª. Avenida encontró su futuro. Vio abierta una puerta y, al fondo de un corredor oscuro, sintió el ambiente inconfundible de las buenas cantinas.
La dueña, como debe ser en toda cantina que se respete a si misma, estaba del otro lado del mostrador controlando a las meseras, al cantinero, a la cocinera gorda que preparaba las bocas y, por supuesto, la caja registradora. El Negro le pidió permiso para cantar unas canciones. Probá, le dijo, pero aquí los clientes son meros delicados porque viene mucho licenciado.
El Negro comenzó a cantar y se quedó 27 años, hasta que lo sacó el terremoto del 4 de febrero de 1976, que acabó con el Bar Las Democracias, esa benemérita institución de tragos de la 18 calle. El Negro llegó para quedarse. Se dio a querer. Su voz y su guitarra se volvieron consustanciales a la cantina. El hombre dejó de llamarse Negro, a secas, pasó a tener apellido pues para cientos de bohemios capitalinos fue el Negro de las Democracias.
Alberto Zúñiga, el Negro de las Democracias, tenía historia. En ese bar chuparon, cantaron, lloraron, buitrearon y fondearon, liberacionistas, democristianos, comunistas y muchos intelectuales apolíticos de mi país, como diría Otto René Castillo. Pintores, poetas, músicos, bohemios y bolos –sin más justificación que su gusto por el guaro-, conformaban la pléyade de devotos que, noche a noche, chupaba con el estímulo romántico de la voz y la guitarra del Negro.
Un parroquiano conspicuo de Las Democracias fue Julio César Méndez Montenegro, en sus tiempos de estudiante huelguero, de güisache y de Decano de la Facultad de Derecho. No en balde se le conocía como Democracias Méndez Montenegro antes de que llegara a ser Presidente de la República en 1966. Muchas veces le acompañé en sus borracheras, contaba el Negro, le llevábamos serenatas a la Sarita de la Hoz, su mujer, y casi siempre me quedó debiendo. Me platicaba sus penas y yo le aguantaba sus temas de bolo necio, porque éramos amigos. Pero cuando llegó al Guacamolón ya no se volvió a acordar de mí. Seguí siendo el mismo Negro pobre pero honrado, de siempre; nunca salí de mi casita de lepa de la Lemon Rock, La Limonada pues, en la zona 5.
El Negro formó parte importante, aunque indirecta, de las mejores épocas de la Huelga de Dolores. El Bar Las Democracias fue durante muchos años la sede oficial del Honorable Comité de Huelga y, más particularmente, de la Santa Hermandad con el Sordo Barnoya, la Cuca López Larrave, el Seco Paz y Paz y otros inspirados integrantes de esa especie en extinción. La voz y la guitarra del Negro sirvieron durante más de una década para poner música a muchas de las mejores canciones huelgueras o al menos para estimular la inspiración de esos profanos poetas de la irreverencia, que ríen de los liberales y de los conservadores, como manda la Chalana.
Muy pocos de los cientos de bohemios que se desvelaron oyendo los boleros del Negro de Las Democracias supieron que se llamaba Alberto Zúñiga, aunque los acompañó en las buenas y en las malas y, sobre todo, ayudó a muchos a conquistar los amores y los favores de las musas de sus insomnios. Así fue, y no era para menos, pues no cualquiera puede sobreponerse a las alteraciones hormonales que provoca una buena serenata. Y las del Negro eran de las mejores.
Despierta, dulce amor de mi vida,
Despierta, si te encuentras dormida.
Escucha mi voz
Vibrar bajo tu ventana
Que en esta canción
Te vengo a entregar el alma
El Negro sin Las Democracias
El Negro, con sus eternos anteojos oscuros, estaba todavía en la cantina la madrugada del 4 de febrero de 1976, cuando el terremoto acabó con esa y la mitad de las casas de la capital y otros lugares de la sufrida Guatemala. Así, entre escombros de adobes, tejas y vigas apolilladas, se acabó el Bar Las Democracias y con éste, 27 años de la vida de aquel trovador Izabalense que salió ileso del cataclismo pero se enfermó de nostalgia. Se puso viejo. El pelo murusho se le llenó de canas y se fue quedando sholco. Su canto se volvió triste y sus borracheras más frecuentes. Las casi tres décadas de penurias, desvelos, tragos y mal comer, se le vinieron encima junto con el techo de aquel lugar que se tragó sus sueños e ilusiones, pero que llenó para siempre con la poesía y el romanticismo irreemplazable de sus boleros.
Quisiera preguntarle a los ocasos
Si aún es tu corazón nido vacío,
Para poder soñarte entre mis brazos y
Allá en tu corazón dejar el mío
Pero el show debía continuar, tal como dictan las leyes objetivas de la farándula y Alberto Zúñiga se fue con su música a otra parte. Al Bar Carvi, esa hermosa y acogedora cantina de la 17 calle, entre 7ª y 8ª avenidas en la planta baja del Edificio El Cielito. Muchos de sus amigos lo siguieron y él continuó siendo el Negro de Las Democracias. Se volvió un trovador triste y en su guitarra sonaban melancólicos los boleros de Agustín Lara, Guty Cárdenas, Álvaro Carrillo, Roberto Cantoral o Gonzalo Curiel.
Un día, allá por 1980, me confesó el Negro que no podía dejar de pensar en todos aquellos sus amigos que estaban siendo asesinados o que habían tenido que salir al exilio. Cada día se me engurruñan las entrañas, decía, cuando leo en la prensa la lista de los nuevos secuestrados y veo las fotos de los que fueron ametrallados en las calles. Eran mis cuates, se lamentaba, los universitarios que por tantos años oí cantar desafinados y que ya bolos los ví llorar de amor por una ingrata. Ni modo, eran los democráticos de Las Democracias.
A principios de 1981 se enfermó gravemente el Negro. Infarto, derrame o cualquiera de esas cosas con las que se disfraza la tristeza y la melancolía.
Se recuperó y regresó a trabajar al Bar Carvi, pero ya no se desvelaba ni se echaba los tragos. Siempre con sus inseparables lentes oscuros, cada vez pasaba más tiempo hablando de los viejos compositores, de los tiempos de gloria del tango arrabalero, de la época de oro de los tríos y el bolero. Cantaba por el gusto de cantar, quedando a la voluntad del bohemio de turno lo que quisiera regalarle. Su canto sentido y profundo tenía el presentimiento del final que se acercaba. El Negro se murió de nostalgia a finales del año 81, en una de esas tardes en que soplan en la capital los vientos fríos del norte. Cuentan que sus vecinos y los amigos que se enteraron de su muerte lo llevaron en hombros desde su casita, en la Limonada, hasta el Cementerio General.
A veces pienso que el Negro se murió tarareando aquel bolero de Gonzalo Curiel que tanto le gustaba….
¡Cuánta desesperanza!
¡Qué vacío tan profundo!
Repicar de campanas
En mi tarde mortal.
El Negro decía que la culpa la tuvo Arévalo, el Presidente, sí, el finado Chilacayote. Contaba que allá por 1948 Juan José Arévalo llegó a Puerto Barrios en una visita de trabajo. Los organizadores de los actos para recibir al señor presidente y su comitiva pensaron en todo: discursos, fotos y reinas. Pero había un asunto por resolver. Arévalo, autoexiliado por largos años en la Argentina, era un apasionado del tango y sería un detallazo acompañar la comilona de Tapado y Rice and Beans, con algunas sentidas canciones de Gardel. Y ahí fue cuando alguien propuso a ese joven negro, nacido en la hermana república de Livingston, que tocaba la guitarra con sentimiento gaucho y cantaba con aire rioplatense, a pesar de que su pelo murusho no aceptaba el relamido de la gomina, propio de cualquier cantor de Buenos Aires. Me hablaron y nos pusimos de acuerdo, me contó el Negro, y entré al comedor del Hotel del Norte, el mejor del Puerto, cantando ese tango tan querido…
Uno busca lleno de esperanza
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias
… y Arévalo ya no me dejó descansar, aplaudió y comenzó a pedir los tangos y las milongas de sus recuerdos: Volver, Yira Yira, A media luz, Garufa, Mano a mano y todas las que quiso. Se las canté con mi más profunda queja de negro arrabalero.
Al presidente también le gustaban los boleros y le canté los últimos de Luis Alcaráz, que me había aprendido oyendo la XEW de México. Al final, me estrechó la mano, me felicitó y dijo: vos tenés futuro, patojo, te deberías ir a la capital para abrirte camino. Ni siquiera me invitaron a almorzar.
Las palabras de Arévalo se quedaron revoloteando en la cabeza del Negro, que no tuvo sosiego hasta que unos meses después tomó el tren para la capital. Con su guitarra y sus escasos 20 años a cuestas, Alberto Zúñiga –así se llamaba El Negro- llegó a la estación central, un día de febrero de 1949. Salió a la Plazuela Barrios sin saber qué rumbo tomar. Al ver que la mayoría de sus paisanos, negros y mulatos que habían llegado con él en el tren, se dirigían hacia el oriente buscando la décima avenida, decidió caminar en sentido contrario. Tomó la 18 calle hacia el occidente para abrirse el camino del que habló el presidente.
No caminó mucho. Pasando la 9ª. Avenida encontró su futuro. Vio abierta una puerta y, al fondo de un corredor oscuro, sintió el ambiente inconfundible de las buenas cantinas.
La dueña, como debe ser en toda cantina que se respete a si misma, estaba del otro lado del mostrador controlando a las meseras, al cantinero, a la cocinera gorda que preparaba las bocas y, por supuesto, la caja registradora. El Negro le pidió permiso para cantar unas canciones. Probá, le dijo, pero aquí los clientes son meros delicados porque viene mucho licenciado.
El Negro comenzó a cantar y se quedó 27 años, hasta que lo sacó el terremoto del 4 de febrero de 1976, que acabó con el Bar Las Democracias, esa benemérita institución de tragos de la 18 calle. El Negro llegó para quedarse. Se dio a querer. Su voz y su guitarra se volvieron consustanciales a la cantina. El hombre dejó de llamarse Negro, a secas, pasó a tener apellido pues para cientos de bohemios capitalinos fue el Negro de las Democracias.
Alberto Zúñiga, el Negro de las Democracias, tenía historia. En ese bar chuparon, cantaron, lloraron, buitrearon y fondearon, liberacionistas, democristianos, comunistas y muchos intelectuales apolíticos de mi país, como diría Otto René Castillo. Pintores, poetas, músicos, bohemios y bolos –sin más justificación que su gusto por el guaro-, conformaban la pléyade de devotos que, noche a noche, chupaba con el estímulo romántico de la voz y la guitarra del Negro.
Un parroquiano conspicuo de Las Democracias fue Julio César Méndez Montenegro, en sus tiempos de estudiante huelguero, de güisache y de Decano de la Facultad de Derecho. No en balde se le conocía como Democracias Méndez Montenegro antes de que llegara a ser Presidente de la República en 1966. Muchas veces le acompañé en sus borracheras, contaba el Negro, le llevábamos serenatas a la Sarita de la Hoz, su mujer, y casi siempre me quedó debiendo. Me platicaba sus penas y yo le aguantaba sus temas de bolo necio, porque éramos amigos. Pero cuando llegó al Guacamolón ya no se volvió a acordar de mí. Seguí siendo el mismo Negro pobre pero honrado, de siempre; nunca salí de mi casita de lepa de la Lemon Rock, La Limonada pues, en la zona 5.
El Negro formó parte importante, aunque indirecta, de las mejores épocas de la Huelga de Dolores. El Bar Las Democracias fue durante muchos años la sede oficial del Honorable Comité de Huelga y, más particularmente, de la Santa Hermandad con el Sordo Barnoya, la Cuca López Larrave, el Seco Paz y Paz y otros inspirados integrantes de esa especie en extinción. La voz y la guitarra del Negro sirvieron durante más de una década para poner música a muchas de las mejores canciones huelgueras o al menos para estimular la inspiración de esos profanos poetas de la irreverencia, que ríen de los liberales y de los conservadores, como manda la Chalana.
Muy pocos de los cientos de bohemios que se desvelaron oyendo los boleros del Negro de Las Democracias supieron que se llamaba Alberto Zúñiga, aunque los acompañó en las buenas y en las malas y, sobre todo, ayudó a muchos a conquistar los amores y los favores de las musas de sus insomnios. Así fue, y no era para menos, pues no cualquiera puede sobreponerse a las alteraciones hormonales que provoca una buena serenata. Y las del Negro eran de las mejores.
Despierta, dulce amor de mi vida,
Despierta, si te encuentras dormida.
Escucha mi voz
Vibrar bajo tu ventana
Que en esta canción
Te vengo a entregar el alma
El Negro sin Las Democracias
El Negro, con sus eternos anteojos oscuros, estaba todavía en la cantina la madrugada del 4 de febrero de 1976, cuando el terremoto acabó con esa y la mitad de las casas de la capital y otros lugares de la sufrida Guatemala. Así, entre escombros de adobes, tejas y vigas apolilladas, se acabó el Bar Las Democracias y con éste, 27 años de la vida de aquel trovador Izabalense que salió ileso del cataclismo pero se enfermó de nostalgia. Se puso viejo. El pelo murusho se le llenó de canas y se fue quedando sholco. Su canto se volvió triste y sus borracheras más frecuentes. Las casi tres décadas de penurias, desvelos, tragos y mal comer, se le vinieron encima junto con el techo de aquel lugar que se tragó sus sueños e ilusiones, pero que llenó para siempre con la poesía y el romanticismo irreemplazable de sus boleros.
Quisiera preguntarle a los ocasos
Si aún es tu corazón nido vacío,
Para poder soñarte entre mis brazos y
Allá en tu corazón dejar el mío
Pero el show debía continuar, tal como dictan las leyes objetivas de la farándula y Alberto Zúñiga se fue con su música a otra parte. Al Bar Carvi, esa hermosa y acogedora cantina de la 17 calle, entre 7ª y 8ª avenidas en la planta baja del Edificio El Cielito. Muchos de sus amigos lo siguieron y él continuó siendo el Negro de Las Democracias. Se volvió un trovador triste y en su guitarra sonaban melancólicos los boleros de Agustín Lara, Guty Cárdenas, Álvaro Carrillo, Roberto Cantoral o Gonzalo Curiel.
Un día, allá por 1980, me confesó el Negro que no podía dejar de pensar en todos aquellos sus amigos que estaban siendo asesinados o que habían tenido que salir al exilio. Cada día se me engurruñan las entrañas, decía, cuando leo en la prensa la lista de los nuevos secuestrados y veo las fotos de los que fueron ametrallados en las calles. Eran mis cuates, se lamentaba, los universitarios que por tantos años oí cantar desafinados y que ya bolos los ví llorar de amor por una ingrata. Ni modo, eran los democráticos de Las Democracias.
A principios de 1981 se enfermó gravemente el Negro. Infarto, derrame o cualquiera de esas cosas con las que se disfraza la tristeza y la melancolía.
Se recuperó y regresó a trabajar al Bar Carvi, pero ya no se desvelaba ni se echaba los tragos. Siempre con sus inseparables lentes oscuros, cada vez pasaba más tiempo hablando de los viejos compositores, de los tiempos de gloria del tango arrabalero, de la época de oro de los tríos y el bolero. Cantaba por el gusto de cantar, quedando a la voluntad del bohemio de turno lo que quisiera regalarle. Su canto sentido y profundo tenía el presentimiento del final que se acercaba. El Negro se murió de nostalgia a finales del año 81, en una de esas tardes en que soplan en la capital los vientos fríos del norte. Cuentan que sus vecinos y los amigos que se enteraron de su muerte lo llevaron en hombros desde su casita, en la Limonada, hasta el Cementerio General.
A veces pienso que el Negro se murió tarareando aquel bolero de Gonzalo Curiel que tanto le gustaba….
¡Cuánta desesperanza!
¡Qué vacío tan profundo!
Repicar de campanas
En mi tarde mortal.
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