Para Jeringa Contenti, in memoriam
Dedico estas líneas a mi hoy ausente gran amigo Juan Manuel Contenti Flores “Jeringa” quien se nos adelantó en el sueño a la sombra de la acacia.
Con Jeringa cultivamos una amistad muy especial pues estuvimos muchos años vinculados a una Fraternidad de carácter universal y filantrópica: la masonería. Al cobijo de la Orden, pudimos compenetrarnos de muchas cosas que nuestra etapa de estudiantes y jóvenes no permitió que desarrolláramos entonces...
POR QUE LLORAMOS LA MUERTE
Cuando mueren las personas queridas, mueren con ellas universos enteros. Los que todavía estamos aquí no nos entristecemos por ellas sino por nosotros mismos. Esas personas eran esenciales para nuestra existencia. Sus vidas eran luces que alumbraron las nuestras. Las amábamos y nos amaban. Y de repente sentimos menos amor y nos sentimos menos amados. Esas personas eran soles para nosotros pero sus rayos ya no podrán calentarnos. Echamos de menos algo que no puede ser restituido. Lo que se ha perdido no es sólo la persona sino nuestra relación con ella. Nos quedan los recuerdos pero no la conexión emocional inmediata. Personas distintas hacen surgir en nosotros distintas facetas de nuestro carácter. Gran parte de lo que somos no es sino un reflejo de los demás. Descartes se olvidó de algo cuando concluyó: “Pienso, luego existo”. Omitió el aspecto social de la existencia humana. Debió, pues, decir: “Otros piensan en mí, luego existo”. Cuando muere alguien perdemos esa parte de nosotros así como a la persona difunta. Nos sentimos disminuidos por la ausencia del ser amado.
Hobbes consideraba a los humanos como seres dotados básicamente de amor propio y ese sentimiento de pérdida lo confirma. Nuestro llanto es, en primer lugar y sobre todo, por nosotros. Esto no es malo. No hay que confundirlo con el mero egoísmo, aquél que descuida los intereses ajenos a favor de los propios. No sabemos lo que ocurre después de la muerte. Tenemos una serie de creencias que nos proporcionan respuestas pero, lamentablemente, ninguna de ellas puede demostrarse. Así pues, cuando muere un ser querido, lo que necesitamos hacer es dejarlo marchar, buscar consuelo y atesorar nuestros recuerdos.
La filosofía Zen nos enseña que podemos llegar a conocer las cosas comparándolas con sus complementos, como ocurre con la muerte y la vida. Quienes han estado cerca de la muerte – por ejemplo aquellos congéneres que han sobrevivido a un serio accidente o se han curado de un cáncer - nos dicen que ahora aprecian más la vida porque se han encontrado cara a cara con la muerte. Son pocas las personas que aprecian la vida como se debe. Estamos bloqueados satisfaciendo nuestros deseos inmediatos, llevando a cabo metas a largo plazo y soñando despiertos el resto del tiempo. Hasta en nuestras más sencillas y cotidianas acciones nos empeñamos en la búsqueda de la felicidad. Sin embargo, nos olvidamos de que un propósito único y global puede ser clave para una vida satisfactoria. Pero ahí no se acaba todo. Un exceso de perspectivas acerca de la gran película anula el sencillo aunque rico valor de un día, o inclusive, de una hora de vida. Quienes se han enfrentado con la perspectiva inmediata de no tener más días o más horas comprenden el valor de la vida con una claridad de la que carecemos los demás.
Por suerte para nosotros, ésta es una actitud que podemos cultivar sin arriesgar nuestras vidas. Tenemos que mirar de frente a la muerte sin que para ello debamos ser temerarios. No necesitamos un escenario catastrófico –quedarnos sin frenos, recibir un informe de laboratorio que diga “maligno”, jugar a la ruleta rusa, etc.- sino, simplemente, una detenida contemplación. En este mismo momento, la mayoría de nosotros disfrutamos de este lujo.
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