Homenaje a Don Rafael Arévalo Martínez
Rafael Arévalo Martinez
El hombre que parecía un caballo
En el momento en que nos presentaron, estaba en un extremo de la habitación, con la cabeza ladeada, como acostumbraban a estar los caballos, y con aire de no fijarse en lo que pasaba a su alrededor. Tenía los miembros duros, largos y enjutos, extrañamente recogidos, tal como los de uno de los protagonistas en una ilustración inglesa del Libro de Gulliver. Pero mi impresión de que aquel hombre se asemejaba por misterioso modo a un caballo no fue obtenida entonces sino de una manera subconsciente, que acaso nunca surgiese a la vida plena del conocimiento, si mi anormal contacto con el héroe de esta historia no se hubiese prolongado.
En
esa misma pristina escena de nuestra presentación, empezó el señor de
Aretal a desprenderse, para obsequiarnos, de los traslúcidos collares de
ópalos, de amatistas, de esmeraldas y de carbunclos, que constituían su
íntimo tesoro. En un principio de deslumbramiento, yo me tendí todo, yo
me extendí todo, como una gran sábana blanca, para hacer mayor mi
superficie de contacto con el generoso donante. Las antenas de mi alma
se dilataban, lo palpaban y volvían trémulas y conmovidas y regocijadas a
darme la buena nueva: "Éste es el hombre que esperabas; éste es el
hombre por el que te asomabas a todas las almas desconocidas, porque ya
tu intuición te había afirmado que un día serías enriquecido por el
advenimiento de un ser único. La avidez con que tomaste, percibiste y
arrojaste tantas almas que se hicieron desear y defraudaron tu
esperanza, hoy será ampliamente satisfecha: inclínate y bebe de esta
agua."
Y cuando se
levantó para marcharse, lo seguí, aherrojado y preso como el cordero que
la zagala ató con lazos de rosas. Ya en el cuarto de habitación de mi
nuevo amigo, éste, apenas traspuestos los umbrales que le daban paso a
un medio propicio y habitual, se encendió todo él. Se volvió
deslumbrador y escénico como el caballo de un emperador en una parada
militar. Las solapas de su levita tenían vaga semejanza con la túnica
interior de un corcel de la Edad Media, enjaezado para un torneo. Le
caían bajo las nalgas enjutas, acariciando los remos finos y elegantes. Y
empezó su actuación teatral.
Después
de un ritual de preparación cuidadosamente observado, caballero
iniciado de un antiquísimo culto, cuando ya nuestras almas se habían
vuelto cóncavas, sacó el cartapacio de sus versos con la misma mesura
unciosa con que se acerca el sacerdote al ara. Estaba tan grave que
imponía respeto. Una risa hubiera sido acuchillada en el instante de
nacer.
Sacó su primer
collar de topacios o, mejor dicho, su primera serie de collares de
topacios, traslúcidos y brillantes. Sus manos se alzaron con tanta
cadencia que el ritmo se extendió a tres mundos. Por el poder del ritmo,
nuestra estancia se conmovió toda en el segundo piso, como un globo
prisionero, hasta desasirse de sus lazos terrenos y llevarnos en un
silencioso viaje aéreo. Pero a mí no me conmovieron sus versos, porque
eran versos inorgánicos. Eran el alma traslúcida y radiante de los
minerales; eran el alma simétrica y dura de los minerales.
Y
entonces el oficiante de las cosas minerales sacó su segundo collar.
¡Oh esmeraldas, divinas esmeraldas! Y sacó el tercero. ¡Oh diamantes,
claros diamantes! Y sacó el cuarto y el quinto, que fueron de nuevo
topacios, con gotas de luz, con acumulamientos de sol, con partes
opacamente radiosas. Y luego el séptimo: sus carbunclos. Sus carbunclos
eran casi tibios; casi me conmovieron como granos de granada o como
sangre de héroes; pero los toqué y los sentí duros. De todas maneras, el
alma de los minerales me invadía; aquella aristocracia inorgánica me
seducía raramente, sin comprenderla por completo. Tan fue esto así, que
no pude traducir las palabras de mi Señor interno, que estaba confuso y
hacía un vano esfuerzo por volverse duro y simétrico y limitado y
brillante, y permanecí mudo.
Y
entonces, en imprevista explosión de dignidad ofendida, creyéndose
engañado, el Oficiante me quitó su collar de carbunclos, con movimiento
tan lleno de violencia, pero tan justo, que me quedé más perplejo que
dolorido. Si hubiera sido el Oficiante de las Rosas, no hubiera
procedido así.
Y
entonces, como a la rotura de un conjuro, por aquel acto de violencia,
se deshizo el encanto del ritmo; y la blanca navecilla en que voláramos
por el azul del cielo, se encontró sólidamente aferrada al primer piso
de una casa.
Después, nuestro común presentante, el señor de Aretal y yo, almorzamos en los bajos del hotel.
Y
yo, en aquellos instantes, me asomé al pozo del alma del Señor de los
Topacios. Vi reflejadas muchas cosas. Al asomarme, instintivamente,
había formado mi cola de pavo real; pero la había formado sin ninguna
sensualidad interior, simplemente solicitado por tanta belleza percibida
y deseando mostrar mi mejor aspecto, para ponerme a tono con ella.
¡Oh,
las cosas que vi en aquel pozo! Ese pozo fue para mí el pozo mismo del
misterio. Asomarse a un alma humana, tan abierta como un pozo, que es un
ojo de la sierra, es lo mismo que asomarse a Dios. Nunca podemos ver el
fondo. Pero nos saturamos de la humedad del agua, el gran vehículo del
amor; y nos deslumbramos de luz reflejada.
Este
pozo reflejaba el múltiple aspecto exterior en la personal manera del
señor de Aretal. Algunas figuras estaban más vivas en la superficie del
agua: se reflejaban los clásicos, ese tesoro de ternura y de sabiduría
de los clásicos; pero sobre todo se reflejaba la imagen de un amigo
ausente, con tal pureza de líneas y tan exacto colorido, que no fue uno
de los menos interesantes atractivos que tuvo para mí el alma del señor
de Aretal, este paralelo darme el conocimiento del alma del señor de la
Rosa, el ausente amigo tan admirado y tan amado. Por encima de todo se
reflejaba Dios. Dios, de quien nunca estuve menos lejos. La gran alma
que a veces se enfoca temporalmente. Yo comprendí, asomándome al pozo
del señor de Aretal, que éste era un mensajero divino. Traía un mensaje a
la humanidad: el mensaje humano, que es el más valioso de todos. Pero
era un mensajero inconsciente. Prodigaba el bien y no lo tenía consigo.
Pronto
interesé sobremanera a mi noble huésped. Me asomaba con tanta avidez al
agua clara de su espíritu, que pudo tener una imagen exacta de mí. Me
había aproximado lo suficiente, y además, yo también era una cosa clara
que no interceptaba la luz. Acaso lo ofusqué tanto como él a mí. Es una
cualidad de las cosas alucinadas el ser a su vez alucinadoras. Esta
mutua atracción nos llevó al acercamiento y estrechez de relaciones.
Frecuenté el divino templo de aquella alma hermosa. Y a su contacto
empecé a encenderme. El señor de Aretal era una lámpara encendida y yo
era una cosa combustible. Nuestras almas se comunicaban. Yo tenía las
manos extendidas y el alma de cada uno de mis diez dedos era una antena
por la que recibía el conocimiento del alma del señor de Aretal. Así
supe de muchas cosas antes no conocidas. Por raíces aéreas, ¿qué otra
cosa son los dedos?, u hojas aterciopeladas, ¿qué otra cosa que raíces
aéreas son las hojas?, yo recibía de aquel hombre algo que me había
faltado antes. Había sido un arbusto desmedrado que prolonga sus
filamentos hasta encontrar el humus necesario en una tierra nueva. ¡Y
cómo me nutría! Me nutría con la beatitud con que las hojas trémulas de
clorofila se extienden al sol; con la beatitud con que una raíz
encuentra un cadáver en descomposición; con la beatitud con que los
convalecientes dan sus pasos vacilantes en las mañanas de primavera,
bañadas de luz; con la beatitud con que el niño se pega al seno nutricio
y después, ya lleno, sonríe en sueños a la visión de una ubre nívea.
¡Bah! Todas las cosas que se completan tienen beatitud así. Dios, un
día, no será otra cosa que un alimento para nosotros: algo necesario
para nuestra vida. Así sonríen los niños y los jóvenes, cuando se
sienten beneficiados por la nutrición.
Además
me encendí. La nutrición es una combustión. Quién sabe qué niño divino
regó en mi espíritu un reguero de pólvora, de nafta, de algo fácilmente
inflamable, y el señor de Aretal, que había sabido aproximarse hasta mí,
le había dado fuego. Yo tuve el placer de arder; es decir, de llenar mi
destino. Comprendí que era una cosa esencialmente inflamable. ¡Oh padre
fuego, bendito seáis! Mi destino es arder. El fuego es también un
mensaje. ¿Qué otras almas arderían por mí? ¿A quién comunicaría mi
llama? ¡Bah! ¿Quién puede predecir el porvenir de una chispa?
Yo
ardí y el señor de Aretal me vio arder. En una maravillosa armonía,
nuestros dos átomos de hidrógeno y de oxígeno habían llegado tan cerca,
que prolongándose, emanando porciones de sí, casi llegaron a juntarse en
alguna cosa viva. A veces revolaban como dos mariposas que se buscan y
tejen maravillosos lazos sobre el río y en el aire. Otras se elevaban
por la virtud de su propio ritmo y de su armoniosa consonancia, como se
elevan las dos alas de un dístico. Una estaba fecundando a la otra.
Hasta que...
¿Habéis
oído de esos carámbanos de hielo que, arrastrados a aguas tibias por una
corriente submarina, se desintegran en su base, hasta que perdido un
maravilloso equilibrio, giran sobre sí mismos en una apocalíptica
vuelta, rápidos, inesperados, presentando a la fe del sol lo que antes
estaba oculto entre las aguas? Así, invertidos, parecen inconscientes de
los navíos que, al hundirse su parte superior, hicieron descender al
abismo. Inconscientes de la pérdida de los nidos que ya se habían
formado en su parte vuelta hasta entonces a la luz, en la relativa
estabilidad de esas dos cosas frágiles: los huevos y los hielos.
Así
de pronto, en el ángel transparente del señor de Aretal, empezó a
formarse una casi inconsciente nubecilla obscura. Era la sombra
proyectada por el caballo que se acercaba.
¿Quién
podría expresar mi dolor cuando en el ángel del señor de Aretal
apareció aquella cosa obscura, vaga e inconsistente? Había mi noble
amigo bajado a la cantina del hotel en que habitaba. ¿Quién pasaba?
¡Bah! Un obscuro ser, poseedor de unas horribles narices aplastadas y de
unos labios delgados. ¿Comprendéis? Si la línea de su nariz hubiese
sido recta, también en su alma se hubiese enderezado algo. Si sus labios
hubiesen sido gruesos, también su sinceridad se hubiese acrecentado.
Pero no. El señor de Aretal le había hecho un llamamiento. Ahí estaba...
Y mi alma, que en aquel instante tenía el poder de discernir,
comprendió claramente que aquel homecillo, a quien hasta entonces había
creído un hombre, porque un día vi arrebolarse sus mejillas de
vergüenza, no era sino un homúnculo. Con aquellas narices no se podía
ser sincero.
Invitados
por el señor de los topacios, nos sentamos a una mesa. Nos sirvieron
coñac y refrescos, a elección. Y aquí se rompió la armonía. La rompió el
alcohol. Yo no tomé. Pero tomó él. Pero estuvo el alcohol próximo a mí,
sobre la mesa de mármol blanco. Y medió entre nosotros y nos interceptó
las almas. Además, el alma del señor de Aretal ya no era azul como la
mía. Era roja y chata como la del compañero que nos separaba. Entonces
comprendí que lo que yo había amado más en el señor de Aretal era mi
propio azul.
Pronto
el alma chata del señor de Aretal empezó a hablar de cosas bajas. Todos
sus pensamientos tuvieron la nariz torcida. Todos sus pensamientos
bebían alcohol y se materializaban groseramente. Nos contó de una legión
de negras de Jamaica, lúbricas y semidesnudas, corriendo tras él en la
oferta de su odiosa mercancía por cinco centavos. Me hacía daño su
palabra y pronto me hizo daño su voluntad. Me pidió insistentemente que
bebiera alcohol. Cedí. Pero apenas consumado mi sacrificio sentí
claramente que algo se rompía entre nosotros. Que nuestros señores
internos se alejaban y que venía abajo, en silencio, un divino
equilibrio de cristales. Y se lo dije:
—Señor
de Aretal, usted ha roto nuestras divinas relaciones en este mismo
instante. Mañana usted verá en mí llegar a su aposento sólo un hombre y
yo sólo encontraré un hombre en usted. En este mismo instante usted me
ha teñido de rojo.
El
día siguiente, en efecto, no sé qué hicimos el señor de Aretal y yo.
Creo que marchamos por la calle en vía de cierto negocio. El iba de
nuevo encendido. Yo marchaba a su vera apagado ¡y lejos de él! Iba
pensando en que jamás el misterio me había abierto tan ancha rasgadura
para asomarme, como en mis relaciones con mi extraño acompañante. Jamás
había sentido tan bien las posibilidades del hombre; jamás había
entendido tanto al dios íntimo como en mis relaciones con el señor de
Aretal.
Llegamos a su
cuarto. Nos esperaban sus formas de pensamiento. Y yo siempre me sentía
lejos del señor de Aretal. Me sentí lejos muchos días, en muchas
sucesivas visitas. Iba a é1 obedeciendo leyes inexorables. Porque era
preciso aquel contacto para quemar una parte en mí, hasta entonces tan
seca, como que se estaba preparando para arder mejor. Todo el dolor de
mi sequedad hasta entonces, ahora se regocijaba de arder; todo el dolor
de mi vacío hasta entonces, ahora se regocijaba de plenitud. Salí de la
noche de mi alma en una aurora encendida. Bien está. Bien está. Seamos
valientes. Cuanto más secos estemos arderemos mejor. Y así iba a aquel
hombre y nuestros señores se regocijaban. ¡Ah! Pero el encanto de los
primeros días, ¿en dónde estaba?
Cuando
me resigné a encontrar un hombre en el señor de Aretal, volvió de nuevo
el encanto de su maravillosa presencia. Amaba a mi amigo. Pero me era
imposible desechar la melancolía del dios ido. ¡Traslúcidas, diamantinas
alas perdidas! ¿Cómo encontraros los dos y volver a donde estuvimos?
Un
día el señor de Aretal encontró propicio el medio. Éramos varios sus
oyentes; en el cuarto encantado por sus creaciones habituales, se
recitaron versos. Y de pronto, ante unos más hermosos que los demás,
como ante una clarinada, se levantó nuestro noble huésped, piafante y
elástico. Y allí, y entonces, tuve la primera visión: el señor de Aretal
estiraba el cuello como un caballo.
Le llamé la atención:
—Excelso huésped, os suplico que adoptéis esta y esta actitud. Sí, era cierto: estiraba el cuello como un caballo.
Después,
la segunda visión; el mismo día. Salimos a andar. Y de pronto percibí,
lo percibí: el señor de Aretal caía como un caballo. Le faltaba de
pronto el pie izquierdo y entonces sus ancas casi tocaban tierra, como
un caballo claudicante. Se erguía luego con rapidez; pero ya me había
dejado la sensación. ¿Habéis visto caer a un caballo?
Luego
la tercera visión, a los pocos días. Accionaba el señor de Aretal
sentado frente a sus monedas de oro, y de pronto lo vi mover los brazos
como mueven las manos los caballos de pura sangre sacando las
extremidades de sus miembros delanteros hacia los lados, en esa bella
serie de movimientos que tantas veces habréis observado cuando un jinete
hábil, en un paseo concurrido, reprime el paso de un corcel
caracoleante y espléndido.
Después,
otra visión: el señor de Aretal veía como un caballo. Cuando lo
embriagaba su propia palabra, como embriaga al corcel noble su propia
sangre generosa, trémulo como una hoja, trémulo como un corcel montado y
reprimido, trémulo como todas esas formas vivas de raigambres nerviosas
y finas, inclinaba la cabeza, ladeaba la cabeza, y así veía, mientras
sus brazos desataban algo en el aire, como las manos de un caballo.—¡Qué
cosa más hermosa es un caballo! ¡Casi se está sobre dos pies!—Y
entonces yo sentía que lo cabalgaba el espíritu.
Y
luego cien visiones más. El señor de Aretal se acercaba a las mujeres
como un caballo. En las salas suntuosas no se podía estar quieto. Se
acercaba a la hermosa señora recién presentada, con movimientos fáciles y
elásticos, baja y ladeada la cabeza, y daba una vuelta en torno de ella
y daba una vuelta en torno de la sala.
Veía
así de lado. Pude observar que sus ojos se mantenían inyectados de
sangre. Un día se rompió uno de los vasillos que los coloreaban con
trama sutil; se rompió el vasillo y una manchita roja había coloreado su
córnea. Se lo hice observar.
—"Bah —me dijo —, es cosa vieja. Hace tres días que sufro de ello. Pero no tengo tiempo para ver a un doctor."
Marchó
al espejo y se quedó mirando fijamente. Cuando al día siguiente volví,
encontré que una virtud más lo ennoblecía. Le pregunté: "¿Qué lo
embellece en esta hora?" Y él respondió: "Un matiz." Y me contó que se
había puesto una corbata roja para que armonizara con su ojo rojo. Y
entonces yo comprendí que en su espíritu había una tercera coloración
roja y que estas tres rojeces juntas eran las que me habían llamado la
atención al saludarlo. Porque el espíritu de cristales del señor de
Aretal se teñía de las cosas ambientes. Y eso eran sus versos: una
maravillosa cristalería teñida de las cosas ambientes: esmeraldas,
rubíes, ópalos...
Pero
esto era triste a veces porque a veces las cosas ambientes eran
obscuras o de colores mancillados: verdes de estercolero, palideces
verdes de plantas enfermas. Llegué a deplorar el encontrarlo acompañado,
y cuando esto sucedía, me separaba con cualquier pretexto del señor de
Aretal, si su acompañante no era una persona de colores claros.
Porque
indefectiblemente el señor de Aretal reflejaba el espíritu de su
acompañante. Un día lo encontré, ¡a él, el noble corcel!, enano y
meloso. Y como en un espejo, vi en la estancia a una persona enana y
melosa. En efecto, allí estaba; me la presentó. Era una mujer como de
cuarenta años, chata, gorda y baja. Su espíritu también era una cosa
baja. Algo rastreante y humilde; pero inofensivo y deseoso de agradar.
Aquella persona era el espíritu de la adulación. Y Aretal también sentía
en aquellos momentos una pequeña alma servil y obsequiosa. ¿Qué espejo
cóncavo ha hecho esta horrorosa transmutación?, me pregunté yo,
aterrorizado. Y de pronto todo el aire transparente de la estancia me
pareció un transparente vidrio cóncavo que deformaba los objetos. ¡Qué
chatas eran las sillas...! Todo invitaba a sentarse sobre ello. Aretal
era un caballo de alquiler más.
Otra
ocasión, y a la mesa de un bullanguero grupo que reía y bebía, Aretal
fue un ser humano más, uno más del montón. Me acerqué a él y lo vi
catalogado y con precio fijo. Hacía chistes y los blandía como armas
defensivas. Era un caballo de circo. Todos en aquel grupo se exhibían.
Otra vez fue un jayán. Se enredó en palabras ofensivas con un hombre
brutal. Parecía una vendedora de verduras. Me hubiera dado asco; pero lo
amaba tanto que me dio tristeza. Era un caballo que daba coces.
Y
entonces, al fin, apareció en el pl000ano físico una pregunta que hacía
tiempo formulaba: ¿Cuál es el verdadero espíritu del señor de Aretal? Y
la respondí pronto. El señor de Aretal, que tenía una elevada
mentalidad, no tenía espíritu: era amoral. Era amoral como un caballo y
se dejaba montar por cualquier espíritu. A veces sus jinetes tenían
miedo o eran mezquinos y entonces el señor de Aretal los arrojaba lejos
de sí, con un soberbio bote. Aquel vacío moral de su ser se llenaba,
como todos los vacíos, con facilidad. Tendía a llenarse.
Propuse el problema a la elevadísima mente de mi amigo y ésta lo aceptó en el acto. Me hizo una confesión:
—Sí,
es cierto. Yo, a usted que me ama, le muestro la mejor parte de mí
mismo. Le muestro a mi dios interno. Pero, es doloroso decirlo, entre
dos seres humanos que me rodean, yo tiendo a colorearme del color del
más bajo. Huya de mí cuando esté en una mala compañía.
Sobre
la base de esta percepción, me interné más en su espíritu. Me confesó
un día, dolorido, que ninguna mujer lo había amado. Y sangraba todo él
al decir esto. Yo le expliqué que ninguna mujer lo podía amar, porque él
no era un hombre, y la unión hubiera sido monstruosa. El señor de
Aretal no conocía el pudor, y era indelicado en sus relaciones con las
damas; como un animal. Y él:
—Pero yo las colmo de dinero.
—También se lo da una valiosa finca en arrendamiento. Y él:
—Pero yo las acaricio con pasión.
—También las lamen las manos sus perritos de lanas. Y él:
—Pero yo las soy fiel y generoso; yo las soy humilde; yo las soy abnegado.
—Bien: el hombre es más que eso. Pero ¿las ama usted?
—Sí, las amo.
—Pero
¿las ama usted como un hombre? No, amigo, no. Usted rompe en esos
delicados y divinos seres mil hilos tenues que constituyen toda una
vida. Esa última ramera que le ha negado su amor y ha desdeñado su
dinero, defendió su única parte inviolada: su señor interno; lo que no
se vende. Usted no tiene pudor. Y ahora oiga mi profecía: una mujer lo
redimirá. Usted, obsequioso y humilde hasta la bajeza con las damas;
usted, orgulloso de llevar sobre sus lomos una mujer bella, con el
orgullo de la hacanea favorita, que se complace en su preciosa carga,
cuando esta mujer bella lo ame, se redimirá: conquistará el pudor.
Y otra hora propicia a las confidencias:
—Yo no he tenido nunca un amigo—y sangraba todo él al decir esto.
Yo
le expliqué que ningún hombre le podría dar su amistad, porque él no
era un hombre, y la amistad hubiese sido monstruosa. El señor de Aretal
no conocía la amistad y era indelicado en sus relaciones con los hombres
como un animal. Conocía sólo el camaraderismo. Galopaba alegre y
generoso en los llanos, con sus compañeros; gustaba de ir en manadas con
ellos; galopaba primitivo y matinal, sintiendo arder su sangre generosa
que lo incitaba a la acción, embriagándose de aire, y de verde, y de
sol; pero luego se separaba indiferente de su compañero de una hora lo
mismo que de su compañero de un año. El caballo, su hermano, muerto a su
lado, se descomponía bajo el dombo del cielo, sin hacer asomar una
lágrima a sus ojos... Y el señor de Aretal, cuando concluí de expresar
mi último concepto, radiante:
—Ésta
es la gloria de la naturaleza. La materia inmortal no muere. ¿Por qué
llorar a un caballo cuando queda una rosa? ¿Por qué llorar a una rosa
cuando queda un ave? ¿Por qué lamentar a un amigo cuando queda un prado?
Yo siento la radiante luz del sol que nos posee a todos, que nos redime
a todos. Llorar es pecar contra el sol. Los hombres, cobardes,
miserables y bajos, pecan contra la Naturaleza, que es Dios.
Y yo, reverente, de rodillas ante aquella hermosa alma animal, que me llenaba de la unción de Dios:
—Sí,
es cierto; pero el hombre es una parte de la naturaleza; es la
naturaleza evolucionada. ¡Respeto a la evolución! Hay fuerza y hay
materia: ¡respeto a las dos! Todo no es más que uno.
—Yo estoy más allá de la moral.
—Usted
está más acá de la moral: usted está bajo la moral. Pero el caballo y
el ángel se tocan, y por eso usted a veces me parece divino. San
Francisco de Asís amaba a todos los seres y a todas las cosas, como
usted; pero además, las amaba de un modo diferente; pero las amaba
después del círculo, no antes del círculo, como usted.
Y él entonces:
—Soy generoso con mis amigos, los cubro de oro.
—También se lo da una valiosa finca en arrendamiento, o un pozo de petróleo, o una mina en explotación.
Y él:
—Pero yo les presto mil pequeños cuidados. Yo he sido enfermero del amigo enfermo y buen compañero de orgía del amigo sano.
Y yo:
—El
hombre es más que eso: el hombre es la solidaridad. Usted ama a sus
amigos, pero ¿los ama con amor humano? No, usted ofende en nosotros mil
cosas impalpables. Yo, que soy el primer hombre que ha amado a usted, he
sembrado los gérmenes de su redención. Ese amigo egoísta que se separó,
al separarse de usted, de un bienhechor, no se sintió unido a usted por
ningún lazo humano. Usted no tiene solidaridad con los hombres.
—Usted
no tiene pudor con las mujeres, ni solidaridad con los hombres, ni
respeto a la fe. Usted miente, y encuentra en su elevada mentalidad,
excusa para su mentira, aunque es por naturaleza verídico como un
caballo. Usted adula y engaña y encuentra en su elevada mentalidad,
excusa para su adulación y su engaño, aunque es por naturaleza noble
como un caballo. Nunca he amado tanto a los caballos como al amarlos en
usted. Comprendo la nobleza del caballo: es casi humano. Usted ha
llevado siempre sobre el lomo una carga humana: una mujer, un amigo...
¡Qué hubiera sido de esa mujer y de ese amigo en los pasos difíciles sin
usted, el noble, el fuerte, que los llevó sobre sí, con una generosidad
que será su redención! El que lleva una carga, más pronto hace el
camino. Pero usted las ha llevado como un caballo. Fiel a su naturaleza,
empiece a llevarlas como un hombre.
Me
separé del señor de los topacios, y a los pocos días fue el hecho final
de nuestras relaciones. Sintió de pronto el señor de Aretal que mi mano
era poco firme, que llegaba a él mezquino y cobarde, y su nobleza de
bruto se sublevó. De un bote rápido me lanzó lejos de sí. Sentí sus
cascos en mi frente. Luego un veloz galope rítmico y marcial, aventando
las arenas del desierto. Volví los ojos hacia donde estaba la Esfinge en
su eterno reposo de misterio, y ya no la vi. ¡La Esfinge era el señor
de Aretal que me había revelado su secreto, que era el mismo del
Centauro!
Era el señor de Aretal que se alejaba en su veloz galope, con rostro humano y cuerpo de bestia.
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Rafael Arévalo Martínez (Ciudad de Guatemala, 1884 - Ciudad de Guatemala, 1975). Escritor guatemalteco, considerado uno de los antecesores del realismo mágico.
Estudió en los colegios Nia Chon y San José de los Infantes, pero no logró terminar ni siquiera el bachillerato debido a problemas de salud.
Arévalo Martínez cultivó la narrativa y la poesía. Sus primeros pasos públicos en la literatura los dio en 1905: en ese año apareció publicado en un diario su primer poema y en 1908 presentó Mujer y niños al concurso de cuentos de la revista Electra, que obtuvo el primer premio.
Con Francisco Fernández Hall en 1913 fundó y dirigió la revista Juan Chapín, órgano principal de la Generación de 1910, llamada también del Cometa. Escribió en periódicos y revistas tanto nacionales como extranjeros, entre ellos, en La República, El Nuevo Tiempo, Centroamérica.
En 1916 residió un tiempo en Tegucigalpa como jefe de redacción de El Nuevo Tiempo, pero pronto regresó a su patria, donde en 1918 fue nombrado secretario general de la Oficina Centroamericana (Arévalo Martínez colaboraba desde 1915 en la revista que editaba esa institución).
En 1921 fue elegido miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española.
Fue director de la Biblioteca Nacional de Guatemala durante 20 años, hasta que en 1946 fue nombrado delegado de su país en la Unión Panamericana (hoy Organización de Estados Americanos).
Entre los reconocimientos que obtuvo destacan las condecoraciones con la Orden del Quetzal (Guatemala) y la Gran Cruz de la Orden de Rubén Darío (Nicaragua).
Se considera como su obra cumbre El hombre que parecía un caballo.
Narrativa: Una vida, 1914. El hombre que parecía un caballo, 1914. El trovador colombiano, 1920. El señor Monitot, 1922. La oficina de paz de Orolandia, 1925. El mundo de los maharachías, 1938. Viaje a Ipanda, 1933. Manuel Aldano, 1914 (teatro). Ecce Pericles (biografía del dictador Manuel Estrada Cabrera).Poesía: Maya, 1911. Los Atormentados, 1914. Las rosas de Engaddi, 1927. Por un caminito así, 1947