PROMO66 LICEO GUATEMALA

lunes, mayo 28, 2007

Capitanía General de Guatemala

El Reino de Guatemala, también conocido como Capitanía General de Guatemala, fue un territorio perteneciente al Imperio Español entre 1540 y 1821, año en el cual se declara la independencia, convirtiéndose en las Provincias Unidas del Centro de América. La región comprendía los actuales países de Guatemala, Belice, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, así como al estado mexicano de Chiapas. Su capital estaba en la Ciudad Guatemala.

Era una zona administrativa y políticamente dependiente del Virreinato de Nueva España, y se conoció como Capitanía General de Guatemala, debido a que el Presidente de la Audiencia era, en lo militar, capitán general del territorio.

Se dividía en diversas provincias (como la de Ciudad Real (hoy San Cristóbal de Las Casas, Chiapas), Comayagua (Honduras), etc.). La división y límites de las provincias del Reino variaron a lo largo de los siglos.

En 1812, las Cortes de Cádiz suprimieron el Reino de Guatemala y dividieron su territorio en dos provincias: la Provincia de Guatemala y la Provincia de Nicaragua y Costa Rica, cada una gobernada por un jefe político superior y sin subordinación entre sí. De 1814 a 1820, durante la restauración absolutista de Fernando VII, se restableció el Reino de Guatemala, que desapareció definitivamente en 1821.

sábado, mayo 19, 2007

EL NEGRO DE LAS DEMOCRACIAS

Gustavo Meoño Brenner


El Negro decía que la culpa la tuvo Arévalo, el Presidente, sí, el finado Chilacayote. Contaba que allá por 1948 Juan José Arévalo llegó a Puerto Barrios en una visita de trabajo. Los organizadores de los actos para recibir al señor presidente y su comitiva pensaron en todo: discursos, fotos y reinas. Pero había un asunto por resolver. Arévalo, autoexiliado por largos años en la Argentina, era un apasionado del tango y sería un detallazo acompañar la comilona de Tapado y Rice and Beans, con algunas sentidas canciones de Gardel. Y ahí fue cuando alguien propuso a ese joven negro, nacido en la hermana república de Livingston, que tocaba la guitarra con sentimiento gaucho y cantaba con aire rioplatense, a pesar de que su pelo murusho no aceptaba el relamido de la gomina, propio de cualquier cantor de Buenos Aires. Me hablaron y nos pusimos de acuerdo, me contó el Negro, y entré al comedor del Hotel del Norte, el mejor del Puerto, cantando ese tango tan querido…

Uno busca lleno de esperanza
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias

… y Arévalo ya no me dejó descansar, aplaudió y comenzó a pedir los tangos y las milongas de sus recuerdos: Volver, Yira Yira, A media luz, Garufa, Mano a mano y todas las que quiso. Se las canté con mi más profunda queja de negro arrabalero.

Al presidente también le gustaban los boleros y le canté los últimos de Luis Alcaráz, que me había aprendido oyendo la XEW de México. Al final, me estrechó la mano, me felicitó y dijo: vos tenés futuro, patojo, te deberías ir a la capital para abrirte camino. Ni siquiera me invitaron a almorzar.

Las palabras de Arévalo se quedaron revoloteando en la cabeza del Negro, que no tuvo sosiego hasta que unos meses después tomó el tren para la capital. Con su guitarra y sus escasos 20 años a cuestas, Alberto Zúñiga –así se llamaba El Negro- llegó a la estación central, un día de febrero de 1949. Salió a la Plazuela Barrios sin saber qué rumbo tomar. Al ver que la mayoría de sus paisanos, negros y mulatos que habían llegado con él en el tren, se dirigían hacia el oriente buscando la décima avenida, decidió caminar en sentido contrario. Tomó la 18 calle hacia el occidente para abrirse el camino del que habló el presidente.

No caminó mucho. Pasando la 9ª. Avenida encontró su futuro. Vio abierta una puerta y, al fondo de un corredor oscuro, sintió el ambiente inconfundible de las buenas cantinas.
La dueña, como debe ser en toda cantina que se respete a si misma, estaba del otro lado del mostrador controlando a las meseras, al cantinero, a la cocinera gorda que preparaba las bocas y, por supuesto, la caja registradora. El Negro le pidió permiso para cantar unas canciones. Probá, le dijo, pero aquí los clientes son meros delicados porque viene mucho licenciado.

El Negro comenzó a cantar y se quedó 27 años, hasta que lo sacó el terremoto del 4 de febrero de 1976, que acabó con el Bar Las Democracias, esa benemérita institución de tragos de la 18 calle. El Negro llegó para quedarse. Se dio a querer. Su voz y su guitarra se volvieron consustanciales a la cantina. El hombre dejó de llamarse Negro, a secas, pasó a tener apellido pues para cientos de bohemios capitalinos fue el Negro de las Democracias.

Alberto Zúñiga, el Negro de las Democracias, tenía historia. En ese bar chuparon, cantaron, lloraron, buitrearon y fondearon, liberacionistas, democristianos, comunistas y muchos intelectuales apolíticos de mi país, como diría Otto René Castillo. Pintores, poetas, músicos, bohemios y bolos –sin más justificación que su gusto por el guaro-, conformaban la pléyade de devotos que, noche a noche, chupaba con el estímulo romántico de la voz y la guitarra del Negro.

Un parroquiano conspicuo de Las Democracias fue Julio César Méndez Montenegro, en sus tiempos de estudiante huelguero, de güisache y de Decano de la Facultad de Derecho. No en balde se le conocía como Democracias Méndez Montenegro antes de que llegara a ser Presidente de la República en 1966. Muchas veces le acompañé en sus borracheras, contaba el Negro, le llevábamos serenatas a la Sarita de la Hoz, su mujer, y casi siempre me quedó debiendo. Me platicaba sus penas y yo le aguantaba sus temas de bolo necio, porque éramos amigos. Pero cuando llegó al Guacamolón ya no se volvió a acordar de mí. Seguí siendo el mismo Negro pobre pero honrado, de siempre; nunca salí de mi casita de lepa de la Lemon Rock, La Limonada pues, en la zona 5.

El Negro formó parte importante, aunque indirecta, de las mejores épocas de la Huelga de Dolores. El Bar Las Democracias fue durante muchos años la sede oficial del Honorable Comité de Huelga y, más particularmente, de la Santa Hermandad con el Sordo Barnoya, la Cuca López Larrave, el Seco Paz y Paz y otros inspirados integrantes de esa especie en extinción. La voz y la guitarra del Negro sirvieron durante más de una década para poner música a muchas de las mejores canciones huelgueras o al menos para estimular la inspiración de esos profanos poetas de la irreverencia, que ríen de los liberales y de los conservadores, como manda la Chalana.

Muy pocos de los cientos de bohemios que se desvelaron oyendo los boleros del Negro de Las Democracias supieron que se llamaba Alberto Zúñiga, aunque los acompañó en las buenas y en las malas y, sobre todo, ayudó a muchos a conquistar los amores y los favores de las musas de sus insomnios. Así fue, y no era para menos, pues no cualquiera puede sobreponerse a las alteraciones hormonales que provoca una buena serenata. Y las del Negro eran de las mejores.

Despierta, dulce amor de mi vida,
Despierta, si te encuentras dormida.
Escucha mi voz
Vibrar bajo tu ventana
Que en esta canción
Te vengo a entregar el alma
El Negro sin Las Democracias

El Negro, con sus eternos anteojos oscuros, estaba todavía en la cantina la madrugada del 4 de febrero de 1976, cuando el terremoto acabó con esa y la mitad de las casas de la capital y otros lugares de la sufrida Guatemala. Así, entre escombros de adobes, tejas y vigas apolilladas, se acabó el Bar Las Democracias y con éste, 27 años de la vida de aquel trovador Izabalense que salió ileso del cataclismo pero se enfermó de nostalgia. Se puso viejo. El pelo murusho se le llenó de canas y se fue quedando sholco. Su canto se volvió triste y sus borracheras más frecuentes. Las casi tres décadas de penurias, desvelos, tragos y mal comer, se le vinieron encima junto con el techo de aquel lugar que se tragó sus sueños e ilusiones, pero que llenó para siempre con la poesía y el romanticismo irreemplazable de sus boleros.

Quisiera preguntarle a los ocasos
Si aún es tu corazón nido vacío,
Para poder soñarte entre mis brazos y
Allá en tu corazón dejar el mío

Pero el show debía continuar, tal como dictan las leyes objetivas de la farándula y Alberto Zúñiga se fue con su música a otra parte. Al Bar Carvi, esa hermosa y acogedora cantina de la 17 calle, entre 7ª y 8ª avenidas en la planta baja del Edificio El Cielito. Muchos de sus amigos lo siguieron y él continuó siendo el Negro de Las Democracias. Se volvió un trovador triste y en su guitarra sonaban melancólicos los boleros de Agustín Lara, Guty Cárdenas, Álvaro Carrillo, Roberto Cantoral o Gonzalo Curiel.

Un día, allá por 1980, me confesó el Negro que no podía dejar de pensar en todos aquellos sus amigos que estaban siendo asesinados o que habían tenido que salir al exilio. Cada día se me engurruñan las entrañas, decía, cuando leo en la prensa la lista de los nuevos secuestrados y veo las fotos de los que fueron ametrallados en las calles. Eran mis cuates, se lamentaba, los universitarios que por tantos años oí cantar desafinados y que ya bolos los ví llorar de amor por una ingrata. Ni modo, eran los democráticos de Las Democracias.

A principios de 1981 se enfermó gravemente el Negro. Infarto, derrame o cualquiera de esas cosas con las que se disfraza la tristeza y la melancolía.
Se recuperó y regresó a trabajar al Bar Carvi, pero ya no se desvelaba ni se echaba los tragos. Siempre con sus inseparables lentes oscuros, cada vez pasaba más tiempo hablando de los viejos compositores, de los tiempos de gloria del tango arrabalero, de la época de oro de los tríos y el bolero. Cantaba por el gusto de cantar, quedando a la voluntad del bohemio de turno lo que quisiera regalarle. Su canto sentido y profundo tenía el presentimiento del final que se acercaba. El Negro se murió de nostalgia a finales del año 81, en una de esas tardes en que soplan en la capital los vientos fríos del norte. Cuentan que sus vecinos y los amigos que se enteraron de su muerte lo llevaron en hombros desde su casita, en la Limonada, hasta el Cementerio General.

A veces pienso que el Negro se murió tarareando aquel bolero de Gonzalo Curiel que tanto le gustaba….

¡Cuánta desesperanza!
¡Qué vacío tan profundo!
Repicar de campanas
En mi tarde mortal.

jueves, mayo 03, 2007

SOBRE LAS PERDIDAS IRREPARABLES

Jorge Fuentes escribió:

Erick,
comparto con vos estas reflexiones que escribí cuando falleció mi mamá el 11 de julio del 2003. Espero que te ayuden a sobrellevar la pena que hoy nos une a nosotros con vos y a tu familia.

Sentido pésame


SOBRE LAS PERDIDAS IRREPARABLES

Todo hombre de edad avanzada sabe que morirá pronto pero, ¿qué significa saber, en su caso? La verdad es que la idea de que la muerte se aproxima está equivocada. La muerte no está ni cerca ni lejos. No es correcto hablar de una relación con la muerte: la realidad es que el anciano, como todos los demás humanos, tiene una relación con la vida y con nada más.

Simone de Beauvoir

En Occidente, el tema de la muerte siempre horroriza a la gente. No nos relacionamos bien con ella, de hecho, apenas nos relacionamos con ella. Nos gusta como pasatiempo y nos hartamos de ver escenas violentas en la televisión, el cine y en los juegos de video. Pero si sacamos la muerte de la pantalla y la trasladamos a la vida real, no somos capaces de mirarla. De tal suerte que navegamos en el barco ameno de la negación, pensando que la vida no tiene fin, que la muerte no existe o que no nos tocará a nosotros. Concebimos la muerte como la peor de las cosas y, por consiguiente, no queremos saber nada de ella. Hemos construido hospitales y funerarias para que hagan el trabajo sucio, así no necesitamos relacionarnos con ella (hasta que nos encontremos ante la puerta de una de esas pavorosas instituciones.)

La habilidad para apartarse de la realidad de la muerte es un lujo moderno. No hace mucho tiempo, la muerte tenía su lugar en la vida cotidiana. Varias generaciones vivían bajo el mismo techo y la gente nacía y moría en su casa. Enfermedades que ahora raras veces resultan fatales mataban a la gente de forma rutinaria antes de que existieran los antibióticos y otros avances médicos.

Los padres no esperaban que todos sus hijos alcanzaran la edad adulta: la mitad moría durante su infancia. La esperanza de vida era mucho menor. Y cuando alguien moría, lo más probable era que lo velaran en la sala de su propia casa. La muerte era un acontecimiento normal, esperado y tangible.

En nuestros tiempos, la muerte de un ser querido o la expectativa de nuestra propia muerte es una carga insoportable pues no tenemos preparación alguna. Por encima de todo, la muerte es parte natural del ciclo de la vida pero, si después de negar la muerte nos sobra algo de energía, la empleamos en mantenerla apartada. No nos queda mucha energía para aceptar que la muerte es inevitable. Esto quizás se deba a que somos organismos biológicos que harían cualquier cosa por mantenerse con vida. Cuando la pata de un lobo o un venado queda atrapada en una trampa, ambos animales saben que han de roer su extremidad hasta cortarla si quieren seguir viviendo aunque sea con sólo tres. Todos los seres vivos poseemos el instinto de conservación y en los humanos es especialmente fuerte porque somos los únicos seres del planeta que tenemos conciencia de que podemos morir. Al instinto de conservación Freud lo llamó Eros, el instinto o impulso natural por la vida misma.


Jorge Fuentes

Para Jeringa Contenti, in memoriam

Dedico estas líneas a mi hoy ausente gran amigo Juan Manuel Contenti Flores “Jeringa” quien se nos adelantó en el sueño a la sombra de la acacia.

Con Jeringa cultivamos una amistad muy especial pues estuvimos muchos años vinculados a una Fraternidad de carácter universal y filantrópica: la masonería. Al cobijo de la Orden, pudimos compenetrarnos de muchas cosas que nuestra etapa de estudiantes y jóvenes no permitió que desarrolláramos entonces...

POR QUE LLORAMOS LA MUERTE

Cuando mueren las personas queridas, mueren con ellas universos enteros. Los que todavía estamos aquí no nos entristecemos por ellas sino por nosotros mismos. Esas personas eran esenciales para nuestra existencia. Sus vidas eran luces que alumbraron las nuestras. Las amábamos y nos amaban. Y de repente sentimos menos amor y nos sentimos menos amados. Esas personas eran soles para nosotros pero sus rayos ya no podrán calentarnos. Echamos de menos algo que no puede ser restituido. Lo que se ha perdido no es sólo la persona sino nuestra relación con ella. Nos quedan los recuerdos pero no la conexión emocional inmediata. Personas distintas hacen surgir en nosotros distintas facetas de nuestro carácter. Gran parte de lo que somos no es sino un reflejo de los demás. Descartes se olvidó de algo cuando concluyó: “Pienso, luego existo”. Omitió el aspecto social de la existencia humana. Debió, pues, decir: “Otros piensan en mí, luego existo”. Cuando muere alguien perdemos esa parte de nosotros así como a la persona difunta. Nos sentimos disminuidos por la ausencia del ser amado.

Hobbes consideraba a los humanos como seres dotados básicamente de amor propio y ese sentimiento de pérdida lo confirma. Nuestro llanto es, en primer lugar y sobre todo, por nosotros. Esto no es malo. No hay que confundirlo con el mero egoísmo, aquél que descuida los intereses ajenos a favor de los propios. No sabemos lo que ocurre después de la muerte. Tenemos una serie de creencias que nos proporcionan respuestas pero, lamentablemente, ninguna de ellas puede demostrarse. Así pues, cuando muere un ser querido, lo que necesitamos hacer es dejarlo marchar, buscar consuelo y atesorar nuestros recuerdos.

La filosofía Zen nos enseña que podemos llegar a conocer las cosas comparándolas con sus complementos, como ocurre con la muerte y la vida. Quienes han estado cerca de la muerte – por ejemplo aquellos congéneres que han sobrevivido a un serio accidente o se han curado de un cáncer - nos dicen que ahora aprecian más la vida porque se han encontrado cara a cara con la muerte. Son pocas las personas que aprecian la vida como se debe. Estamos bloqueados satisfaciendo nuestros deseos inmediatos, llevando a cabo metas a largo plazo y soñando despiertos el resto del tiempo. Hasta en nuestras más sencillas y cotidianas acciones nos empeñamos en la búsqueda de la felicidad. Sin embargo, nos olvidamos de que un propósito único y global puede ser clave para una vida satisfactoria. Pero ahí no se acaba todo. Un exceso de perspectivas acerca de la gran película anula el sencillo aunque rico valor de un día, o inclusive, de una hora de vida. Quienes se han enfrentado con la perspectiva inmediata de no tener más días o más horas comprenden el valor de la vida con una claridad de la que carecemos los demás.

Por suerte para nosotros, ésta es una actitud que podemos cultivar sin arriesgar nuestras vidas. Tenemos que mirar de frente a la muerte sin que para ello debamos ser temerarios. No necesitamos un escenario catastrófico –quedarnos sin frenos, recibir un informe de laboratorio que diga “maligno”, jugar a la ruleta rusa, etc.- sino, simplemente, una detenida contemplación. En este mismo momento, la mayoría de nosotros disfrutamos de este lujo.

Jorge Ernesto Fuentes Aqueche


Powered by Blogger