V.J.M.J.
Guatemala 19 de septiembre de 2006.
JULIÁN DÉJAME SALIR
“Pero Julián, Julián déjame
salir, no seas malo Julián, no seas malo mi Juliancito...”
(Continúan estrofas
relacionadas con las preferencias sexuales y la familia cercana a don Julián)
(Música de la canción “Pero
Raquel” de Leo Dan) - Himno Oficial de 4º Curso C.
Las vacaciones de 3er. Curso terminaron demasiado rápido, tal vez por lo
mucho que las disfruté. Como en años
anteriores, el regreso al colegio y al frío capitalino del mes de enero servían
para avivar mis más gratos recuerdos de los recién pasados momentos en la
cálida Escuintla, melancolía aguijoneada por las memorias de la candente arena
de sus playas, refrescantes palmeras, exótica vegetación y abundancia de
frutas, piscinas, juguetonas golondrinas
e intensas jornadas de ciclismo, premiadas por agraciadas madrinas de deportes,
y una que otra candidata a reina patronal, además de otras entretenciones que
no viene al caso mencionar, y que ya ahora quedaban tristemente atrás.
Nuestro año escolar en 1965 inició algunos días más tarde a lo usual,
mientras se daba el tiempo a que la empresa constructora preparara
apresuradamente las nuevas instalaciones de secundaria, ubicadas en el área en que
antes era la primaria, aulas que ocuparíamos durante los próximos dos
años. Fui asignado a 4º. Curso C,
localizado en el 2º piso, en el módulo que colindaba con la calle Mariscal
Cruz, la última aula hacia el oriente.
Después de los respectivos saludos y obligado cambio de impresiones nos
aglomeramos a buscar nuestros nombres y los de los compañeros del grupo en la
lista colocada en la ventana del aula. En
esta sección nos encontramos, entre otros: Roberto Alpírez, Tono Castellanos,
Quico Castillo, los Carlos: De La Torre, Esmenjaud(+), Luna(+) y Ramos(+), los Pepes: Enríquez(+), Gándara y Muñoz
(joven José), Chajalay Fanjul, los Gustavos: Figueroa y Meoño, los Alejandros
Girón y Palma, Checha Guillén, Mito Gómez (+), Rafael Lizama, Jorge Nadalini,
Enrique Poitevin, Eddy Polanco, Sapo Quiñónez, Pablo Ricica(+), Mario Rodas
(+), Mirko Samayoa (+), Oscar Segovia, Mamerto Sierra (+), Guayo Tschen, Chus
Unda, Roberto Villanueva, el que escribe y, como profesor de grado, el
Reverendo Hermano Julián Sola.
Habíamos coincidido en años anteriores con Gustavo Meoño en la misma
sección, por lo que este año pronto hicimos mancuerna, dedicándonos desde el
primer día a estudiar la metodología de don Julián para emplearla a nuestro
favor. Pudimos observar que una de sus regulaciones
más sobresalientes y útil para nuestros objetivos era que, cuando llegábamos
sin el uniforme, o con alguna alteración al mismo, invariablemente nos enviaba
a casa a cambiarnos y ¡Oh sorpresa! ¡No nos esperaba de regreso, sino hasta el
día siguiente! y, más bien ¡Agradecía efusivamente nuestra ausencia!
Empezamos a aprovecharnos de esta singular norma poco después del inicio
del año escolar. Llegábamos por las
tardes a propósito sin uniforme, sabiendo que nuestro distinguido
mentor, al vernos cruzar la puerta del aula, se aferraría angustiosamente a su
rosario, juntaría las manos sobre el abultado vientre y, viendo
alternativamente al suelo y cielo, movería la cabeza de un lado al otro, mientras
nos endilgaba su singular sermón del que, por su inconfundible seseo castellano
y profusa salivación debíamos estar atentos y ligeramente alejados para evitar quedar
empapados por la mayúscula rociada de sus dispersos fluidos bucales.
La reprimenda empezaba mesuradamente con “…muchachos del arroyo,
masturbadores continuos, clientes asiduos de burdeles, candidatos al averno”,
pero poco después pasaba a despotricar atropelladamente por 5 o 10 minutos
sobre la mala conducta, irresponsabilidad, falta de seriedad, ausencia de
respeto, disciplina, esmero y demás razones por las que la mayoría de los “muchachos
iríamos a parar de patas al infierno”, o algo mucho peor…, concluyendo su larga
alocución con el premio de enviarnos a “cambiar” de vuelta a casa – aleluya -
por fin el cielo abierto; salíamos a la calle y regresábamos hasta el día
siguiente como si nada.
Tomábamos la tarde libre cuando no había algo más interesante que hacer en el colegio, como: 1) asistencia a juego de básquet al gimnasio; 2) apoyo
a la kermés u otras actividades que tuvieran relación con colegios de mujeres,
así fuera el coro (casi dirigido por la pulga) y; 3) proximidad de exámenes
trimestrales, semestrales o notas quincenales.
Satisfechos esos criterios, el plan era presentarnos por las tardes sin
uniforme y lograr ser echados ignominiosamente a la calle.
Asistíamos a las clases de la mañana uniformados a cabalidad, pues era
obligada la presencia en las clases de Física de don Lauro, Literatura de Chico
Pancho y Ciencias Naturales, Matemáticas y Religión con nuestro ilustre
titular, pero ya enviciados e incapaces de dominar la compulsión por salir del
colegio, antes de finalizar la mañana nos escapábamos al iniciar el período del
rosario, bajo el pretexto de salir a comulgar; así podíamos llegar a tiempo a la salida
del Sagrado Corazón, el Liceo Francés, el Europeo o el Belga.
En el Sagrado habitualmente llegaban Carlos Luna (+), Pancho Sierra (+), la Gata
Palacios (+) y Paco Ramírez (+ promo 65), con obligadas inspecciones eventuales
realizadas por Piolín De La Torre y Miguel A. González y Mazariegos, quienes sobrecargaban
sus vehículos con un fuerte contingente de compañeros. Cuando llegábamos muy temprano “hacíamos tiempo” en la “Tienda, Cafetería y Librería Las Ninfas”,
estratégicamente ubicada frente a la puerta de salida, y propiedad de la mamá
de los Cosenza, por lo que nos sentíamos allí un poco en territorio liceísta.
En el Francés no contábamos con un reducto propio, pero lo compensaba estar
en las cercanías el Europeo y el
Inglés. Al llegar nos parábamos en un punto estratégico sobre la 4ª avenida y 10a calle, a un costado
de la Contraloría, y cuando salían las colegialas, mezclando los estilos de
West Side Story y Marlboro, sacábamos, con el aplomo propio del famoso vaquero del
anuncio, un par de cigarros Plaza, o más baratos, de una vieja y arrugada
cajetilla de marca americana y, en pose
retadora, apoyábamos la espalda, flexionábamos la pierna y recostábamos el pie
a la pared más próxima, estampando en ella la gastada suela de nuestro zapato. Exhalábamos múltiples volutas de humo con fingido deleite frente
a los transeúntes más cercanos, en su mayoría las alumnas de los colegios
circundantes, a las que creíamos impresionar con nuestra “
incuestionable” fachada de virilidad y experiencia. Y lo más extraño al recordar es que, con algunas chicas, aparentemente hasta lo lográbamos.
Pero por las tardes era diferente.
Creíamos erróneamente que podíamos darnos el lujo de no asistir a algunas de esas
clases que considerábamos de menor trascendencia - Inglés, Sociología,
Estadística y Educación Física - Para nuestra mala suerte, en más de una ocasión nos encontramos en nuestras andanzas callejeras con
Mr. Jesse Lukens, quien también parecía capearse del trabajo, y que, con su
típico acento norteamericano, nos reprendía y amenazaba con que, además de “sumerrgirrnos
en la ignorrrancia, íbamos a perrderr su clase”, conjuro que
afortunadamente no se cumplió.
No pasó mucho tiempo para que intuyésemos que
Gustavo no le era especialmente simpático a don Julián, a lo que quizá se debió
la beca “para el trabajo de campo” con
que nos favoreció para el resto del año, sospecha que confirmamos en aquella
ocasión en que, después de su trillado sermón, cayó
de rodillas en medio del salón, elevó el rostro y los brazos al cielo y,
rogando inspiración Divina, clamó a El Señor que le dijera que era lo que
estaba pagando para merecer tener en su clase a personajes
como los que debía mandar cada tarde de vuelta a su casa, que le iluminara para decidir nuestra suerte. Por un instante no supimos que hacer,
momentáneamente confundidos, quizás temiendo que se abriera el cielo y nos
fulminaran rayos y resplandores celestiales; o que El Creador, el Director, la chismosa
o alguien contestara sus plegarias, pero, después de unos instantes de profundo
silencio y estupor colectivo, en que obviamente nada pasó, nos avivamos y velozmente
desaparecimos de tan impresionante y comprometedora escena.
Para transportarnos utilizábamos el jalón. Si íbamos hacia
el centro nos parábamos en las inmediaciones de la casa de Segovia o si por el contrario en
dirección al obelisco, frente a la iglesia de Yurrita o al cine Reforma. La mayoría de las veces compartíamos la calle
o el jalón con compañeros en las mismas andanzas – Sapo Castro, Jeringa
Contenti, Chobe Estrada, Checha Guillén, Pepe Gándara y otros que tampoco
tenían carro - y los que tenían y también pasaban “a buscar el uniforme”, como
Pichi, quien se mantenía en la calle buscando de todo, y nos daba jalón muy
seguido. No éramos los únicos que
aprovechábamos esta situación, pero estoy casi seguro que ese año fuimos sus
más consecuentes, entusiastas y perseverantes adeptos.
A menos que existiera una atractiva actividad predeterminada, decidíamos
a donde ir dependiendo de la facilidad de obtener el aventón, en su mayoría en dirección
al centro. Así, totalmente al azar,
resolvíamos pasar las tardes en la Rosita, Pintoresca o futillos de los Gloria,
o tomábamos en dirección opuesta, en busca de la gavilla que poblaba la
entonces señorial 6ª avenida y sus múltiples centros de entretención. Deambulábamos incansablemente por las calles hasta
que el sol se ocultaba, y algunas pocas veces lo reencontrábamos al amanecer, al
regresar de una agotadora excursión por zonas más alejadas y riesgosas.
Exploramos los billares, lupanares, cines, clubes, restaurantes y
cafeterías que el tiempo y los recursos nos permitieron. Las galerías del Lux y el Capitol, los
restaurantes Hawai (frente al cine Paris, bajo la radio Nuevo Mundo), Fu Lu
Sho, y Cantón, los billares Jardines de Italia, las Mixtas Frankfurt, las
cafeterías Lutecia, Palace, Jensen y París, o el rótulo luminoso empotrado bajo
la acera, en la esquina de la Farmacia Pasteur.
Todos estos lugares eran puntos de reunión de sujetos tan perturbados como
nosotros: Boris Labbé, Pitín Barillas, Marcial Méndez, Mario Asturias, Allan
Rubio, José Azzari, y a veces hasta Mario David García, que por esos años
trabajaba en la 9-80 o la Sensación, en los altos del cine Paris.
La alta circulación de guapas chicas de todas las tallas y colores, provenientes
de los centros escolares del más diverso origen económico, académico y social,
con representación de los niveles de interés y liberalidad más heterogéneos
-desde candidatas a novicias y modosas y recatadas colegialas, hasta algunas
más avezadas que nosotros, y que ve tú a saber si aún eran, o algún día fueron, estudiantes- lo que hacía de la Cafetería del IGA nuestro centro
preferido de operaciones; localizada en esa época en la esquina de la 8ª
avenida y 9ª calle, en el edificio del antiguo Gran Hotel San Carlos, y que por
esas fechas únicamente impartía cursos libres de inglés.
Por las anteriores y otras razones el lugar atraía a una “colección de intelectuales” liceístas de similar perfil al
nuestro; dentro de ellos Pepe Gándara y Checha Guillén, acompañándose éste
último alguna vez por sus primos, personajes que poco tiempo después harían
historia, de esa que se estudia en los libros y se ve en las películas (y que
en su oportunidad ocupó las portadas de los principales periódicos del país),
como la que estudiamos con don Willy Santizo y que tanto disfrutaron Baldizón, Casellas y otros muchos. Luis Linares vengó
parcial e inintencionadamente los malos ratos pasados con dicho profesor al preguntar autoritariamente al enmascarado
mentor en la celebración del 35 Aniversario “¿Y vos pisado, quien sos? También eran asiduos al IGA Chema Teixidor,
Erick Mansylla, Carlos Luna(+), Chobe Estrada, Erwin Schmid (y sus hermanas),
César Castillo(+), los Enríquez, el Chino Penagos(+), Richard Langlois(+),
Stuart Black(+) y los cuaches Ellis (que ninguno de estos últimos
cuatro iba por aprender inglés), el Sapo Castro, Eduardo Sierra, los
inseparables primos Manolo Rodríguez y Quico Bernat, y hasta el Hermano Juan
Mariano, junto a otros que hoy el alemán esconde a mi memoria. Está claro que algunos de ellos iban a
estudiar y hoy hablan mejor inglés que los gringos.
La variedad de uniformes de los colegios de señoritas -católicos,
seglares, privados y públicos- que poblaban el lugar a la hora de mayor afluencia
semejaba un alegre desfile, y nosotros, muy atentos a ver qué o quién entraba y
salía, ocupábamos expectantes una mesa del pequeño café e, igual que sucede a
los pescadores, algunos días teníamos suerte y otros no. No sé si era por la estatura, el colorcito,
el párrafo, mi desodorante o simple sugestión, pero en algunas ocasiones mi
compañero parecía tener redes con más suerte que las mías. Lo bueno era que eso eventualmente producía
efecto de rebalse, a veces de buenos productos, con las que nos ocupábamos
hasta las 9 o 10pm, lo que entorpecía el desarrollo de las tareas escolares,
pero bueno, pensábamos que ya habría tiempo después para esas pequeñeces. Si ese día la suerte no nos acompañaba, y
contábamos con algún dinero, podríamos entretenernos en algunos otros lugares
de las zonas 3, 5 u 8, en establecimientos y personal que varios de ustedes
conocen y en los que algunas veces nos sorprendió el amanecer, ya sin el poco
dinero que antes teníamos, regresando a pie, agotados cual gatos callejeros, de
vuelta a la 6ª, a desayunar por 5 centavos cada uno todo lo que pudiéramos
comer en Pollo Caporal, y de allí al Portal del Comercio a tomar la 2 para ir colegio,
porque al final éramos responsables y en las mañanas nunca faltábamos. Después dormiríamos.
Ya relativamente cerca del fin del año escolar, una indolente tarde de finales de agosto, de aquellas de lenta y profunda meditación y análisis, en la que dejábamos al
tiempo deslizarse perezoso sin dirección definida, divagando
sobre lo que nos
deparaba el destino mientras conversábamos indolentemente en una de las mesas que
la Cafetería París colocaba sobre la acera, al tiempo que consumíamos a medias
lo más barato que ofrecía el menú, al ritmo más lento que nos lo permitía el
cafetín, cuando repentinamente nos sorprendió y sacó de nuestro sopor la aparición del vehículo que excedía nuestras más
fabulosas fantasías, un imponente convertible azul oscuro modelo ‘66 que se desplazaba ostentoso
sobre la 6ª avenida, soltando el rugido de su pujante motor en apagada,
uniforme y potente cadencia, como rogando al conductor que le liberáse la brida
a los impacientes 350 caballos de fuerza contenidos bajo el capó, los que apenas
parecía lograr refrenar dentro de sus magníficas 400 pulgadas cúbicas,
generosamente alimentadas por un carburador de 4 entradas. La burbuja moldeada en su capó, las
estilizadas luces de los stops y los dos cromados tubos de escape que asomaban
bajo la defensa trasera complementaban magistralmente su imponente, majestuosa
y elegante silueta.
La capota baja nos permitió distinguir en la blanca e impecable tapicería
de su interior varias chumpas del Liceo.
Reconocimos en el asiento trasero a Pichi, Oscar Segovia, Quique Arenas
y Gorilón; adelante, al timón Mirko y a su lado el Gordo Close, mostrando su
más amplia sonrisa, intensamente realzada por sus originales frenos
dentales. Así vislumbramos por vez primera el Pontiac
GTO de Mirko, al que nunca nos subimos y siempre vimos de lejos, pero su imagen se
encuentra en un lugar privilegiado de nuestra memoria; el recuerdo imperecedero
e imborrable de un verdadero clásico, como estamos llegando a serlo nosotros (o
es al menos lo que quisiéramos ser y oír cuando nos dicen viejos).
Sería injusto y dejaría
incompleta la memoria histórica de la promoción si no mencionamos nuestro otro
vehículo insignia, el icónico Ford Mustang ‘66 anaranjado con que al año
siguiente Tiro Loco premió a los cuaches (y que decía el Narizón Enríquez que tenían que
invitar a Chema para que al menos los voltearan a ver) y que tuvieron después
del Volkswagen escarabajo que parecía que casi solo Milton usaba, y que
sustituyó las motos roja y azul; el Fiat Fiorino deportivo último modelo que
destartaló Mario Gálvez(+) en la bajada de la Sonora, acompañado de Sergio
Cuevas y dos amigas, y el que desconectó aparentemente para ahorrar
combustible, con lo que casi lograron pasar él y sus acompañantes a mejor vida
y, para que se recuperara del susto, recibió de premio un Opel Kadet, beige que
compartió con su hermano Byron hasta que nos graduamos; -el VW escarabajo, el
Chevrolet Corvair y el Triumph TR4- todos de Carlos Godoy(+); y, finalmente, el
no menos famoso Taunus celeste con capota blanca de su Ilustrísima, el benemérito
e ilustre Conde Don José Miguel Ángel De González Y Mazariegos.
Tampoco pueden dejar de mencionarse los carros de los papás. El también Taunus gris perla de la mamá de
Pichi, que tanto usó aquel para darnos jalón, apoyar las actividades del
colegio, y para uno que otro de sus fenomenales desmanes; el Galaxie celeste de
la secreta que usaba el Gordo Barrera para cometer mayores desmanes que los de
Pichi, y que hizo historia con las “chicas” de la 5ª Avenida, un poco más allá
de la 16 calle, de la zona 1; el Rambler del papá del Chato Pellecer, que éste
manejaba desde que estábamos en 5º grado; el Lincoln Continental del de
Camp…ollo (se oye el coro …); el Austin del de Ricardo Colmenares; el Peugeot
(peyó decía aquel) del de piolín De La Torre; el Acadian y después el
Volkswagen del de Moronga De La Fuente; el Mercedes del de Eduardo Tschen; el
Chevy Nova del de Jan Stanislao (que nos diga el cubano color y modelo); el
Tempest negro de la mamá de Ricica; el Taunus del de Mario Rodas (también que
nos asesore el cubano); el Chevrolet 49 verde claro del de Checha Guillén, en
el que una madrugada de septiembre de 1966 resolvimos apuradamente el papelito
de Arte Guatemalteco; el Chevrolet azul Bel Air 55 en que llevaban a Luis
Díez y, en fin, tantos y tantos otros,
cada uno con sus propias historias y anécdotas.
Pero no todo en nuestra vida era juerga y relajo, es también
reconfortante recordar las enseñanzas religiosas y académicas, de normas y principios morales sobre honestidad, integridad y urbanidad, junto con la aplicación de la
disciplina y espiritualidad cristiana y formación ciudadana que trataban de
inculcarnos. La cultura cívica se
iniciaba temprano por las mañanas, formándonos en el patio central de la nueva
secundaria, elevando al cielo el ofrecimiento y oración del día y, al menos una
vez por semana, con el juramento a la bandera, actos hábilmente dirigidos por
don Max en asamblea general, enfatizando la fidelidad al país y a su pendón
nacional; culminando
el ejercicio cívico con la por todos conocida y recordada frase
“…del
trabajo arduo y difícil que conduce a las cumbres”.
Los martes por las noches don Max reunía en el antiguo Salón Guatemala a
un buen grupo de alumnos de distintos grados, estimulándolos a utilizar su
disposición natural a expresarse en público y transmitiéndoles técnicas y
métodos de oratoria y temática. Asistían
con regularidad a estas reuniones Carlos Pinillos, Manolo Bendfeldt, Dagoberto
Flores, Ángel Sánchez, Chito Leiva, Gustavo Meoño, César Guillén, Erick Mansylla,
Luís Quiñónez, Luís Linares, Cubano Álvarez, los hermanos Lazo Abularach y
Camellón Del Valle, sobresalientes oradores y potenciales dirigentes
empresariales, sociales y políticos.
Uno de los resultados más simpáticos, aunque de menor relevancia de esta
actividad, al compararse a otros que sí tuvieron repercusión nacional,
internacional e histórica, fue la arenga que entregó Meoño, elegido
específicamente por don Max para dirigirnos un mensaje motivacional uno de los
tantos días que juramos fidelidad a la bandera, la que empezó sacándonos de
nuestro acostumbrado sopor matinal al lanzarnos inopinadamente la interjección
“Hipócritas…
(Pausa de 10 segundos y barre con mirada penetrante a la audiencia)…”,
nuevamente “Hipócritas… (Nueva pausa de 10 segundos y mirada más
profunda)…”, finalmente continuando con “Somos unos hipócritas al no….”. Realmente nos despertó y alertó, a nosotros y
a los Hermanos y profesores.
Las reflexiones, consideraciones morales y uno que otro remordimiento
nos alcanzaron hasta muchos años después, las experiencias de ese año las
gozamos al más puro estilo de la “Casada Infiel” de García Lorca, “Aquel
año corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin
estribos…”. A los 15 años creíamos
que el mundo era nuestro, especialmente las tardes y noches, en las que
aprovechábamos desvergonzada e inescrupulosamente la coyuntura de que nuestro profesor nos permitía deambular sin rumbo por las tardes y la absoluta
confianza con que los papás de Gustavo lo dejaban ir a “estudiar” a mi casa, sin conocer la excepcional situación de no contar
allí con supervisión adulta. El tiempo y
oportunidades las aprovechamos lo mejor que supimos y pudimos, ajustando
nuestros deseos a los, gracias a Dios, magros y escasos medios de que
disponíamos. Su escasez nos hizo aguzar
el ingenio al límite, pero también evitó que cayésemos en desmanes mayores en
los que, de otra forma, seguramente nos hubiésemos podido despeñar.
Pero el año escolar estaba ya por terminar y empezamos a preocuparnos
por los resultados que merecidamente creíamos íbamos a obtener en las clases de
las que estuvimos ausentes; los conceptos perdidos, las tareas omitidas y las
lecciones no aprendidas. Había llegado
la hora de pagar los elotes que con tanto placer y regocijo nos habíamos estado
atragantando. La venganza de don Julián,
tantas veces por él a toda voz anunciada y por nosotros alegre y despreocupadamente desestimada,
nos esperaba ahora, ansiosa y amenazante, a la vuelta de la esquina, se acababa
para nosotros la juerga y el desenfreno… Al llegar el final del año no
acabábamos de entender que infame motivo tuvo nuestro religioso tutor para
atraparnos y deliberadamente empujarnos ese año al precipicio del pecado, en el
que se nos permitió navegar impunemente en la barca de la perdición y el
libertinaje, siendo que anteriormente éramos un par de inocentes, valiosos e
incipientes jóvenes, con loables metas y altas y honestas ambiciones. Al final, a alguien había que echarle las
culpas de nuestros desvaríos, holganza e irresponsabilidad, y a quien mejor que
al pobre y simple de don Julián.
Pero en forma milagrosa e increíble, a pesar de la crasa deficiencia
académica, exigua participación docente y deplorable conducta personal manifestada
sin interrupción durante el año escolar, aun así, logramos pasar a 5º
curso. Pareciera que, para bien o para
mal, para gloria o desdicha del Gran Champagnat, estábamos llamados por
designio Divino a compartir al año siguiente, junto a todos y cada uno de
nuestros queridos compañeros, la singular suerte que el destino preparaba para
los aguerridos integrantes de la Promoción Conecte. La Incomparable, La Única, la Sin Par, la Gloriosa Promoción 66 del Liceo Guatemala (LGP66LG).
Br.
Julio César Prado Sánchez - Promoción 1966 - Liceo Guatemala.